martes, 19 de enero de 2010

“¡LISTO! QUIEREN ALGO DURO…”

Son las 10 de la noche. El Parque Obrero de Itagüí está a reventar, pese a la llovizna que no para. Camisetas negras, jeans, botas, cabellos largos o parados en crestas, manillas y taches son lo normal. Mi primo Andrés y yo llegamos a ver a Gato Negro, una banda de Hard Rock que se presenta con motivo de las fiestas de Itagüí.


Mientras termina de tocar la orquesta de salsa que está en tarima y sube Gato Negro al escenario, nos tomamos una cerveza, pagada por Andrés, que nos ofrece un niño que lleva un balde en el que además de cerveza, carga agua y gaseosas en medio de mucho hielo.


Entretanto la orquesta de salsa va desmontando sus instrumentos, y nosotros, accidentalmente, nos encontramos con Sebastián, otro primo. Irrelevante del parentesco entre nosotros tres, todos los jóvenes (y las jóvenes) que esperamos a Gato Negro, y que llenamos el parque nos vemos casi iguales: camisetas negras de bandas como Therion, Slayer, Sepultura y Black Sabbath. Andrés lleva una de Iron Maiden con la carátula del álbum Killers. Sebastián lleva una de Dimmu Borgir, una banda noruega de black metal. Yo llevo una de Metallica, con los miembros de la banda.


Todos estamos de jeans, algunos de los muchachos llevan botas, pero casi todos estamos de tenis estilo Skate. Las manillas de cuero, con o sin taches parecen una característica general. Y como si se tratara de dos familias, están los de crestas, los punks; y los de cabello largo, metaleros, entre los que nos encontramos Andrés, Sebas y yo.


Nos separamos de Sebas y lo dejamos con su grupo de amigos cuando Gato Negro sube a la tarima. Son cinco hombres que rondan los treinta años, que alistan sus instrumentos y ensayan acordes simples mientras sonríen. Se presentan y comienzan a tocar, a eso de las 10:15. Paradise City de los Guns ‘N Roses es su primera canción. Continúan con The Final Countdown de Europe y luego con Break On Through de The Doors.


Andrés me mirá y me grita, en medio de la canción de The Doors “Parce, ¿nos arrimamos pa’ ver bien al guitarro?” Andrés toca guitarra y le interesa ver la técnica de este músico. “Hágale llave” le contesto. Mientras nos acercamos, abriéndonos paso entre la multitud, la banda termina la canción. “¡¿Quieren algo duro?!” pregunta el vocalista y le apunta al público con el micrófono. “¡¡¡SIIIIII!!!” Gritamos todos. Las manos con el signo del rock (el índice y el meñique levantados) se elevan.


“¡Listo! Quieren algo duro… – el vocalista sonríe maliciosamente – Entonces ahí les va, ja, ja, ja… esto es de Queen… ¡Stone Cold Crazy!” Andrés y yo, que a este punto estamos a menos de un metro a la tarima, nos miramos. Solo alcanzamos a decir una palabra: “Mierda”. En menos de un segundo pierdo de vista a Andrés en una marejada de golpes. Estamos en el centro de un pogo.


Dando y recibiendo... golpes

Se ven cabellos revueltos y violencia por todos lados. Estoy solo, y a codazos y cargazos consigo mantenerme en pie. La música es irrelevante ahora. Lo único que importa es dar y recibir golpes. Vuelvo a ver a Andrés mientras un punk le da un codazo en la boca. Cuando volteo, otro punk salta de la tarima directo hacia mí. Tiene el cabello verde parado en una cresta, una chaqueta de jean muy sucia, con parches de bandas, y un cojín en las manos. No tengo tiempo de pensar para qué es el cojín porque el tipo me cae encima, descargándome las muñecas en los hombros, sin soltar el cojín. Luego desparece.


De pronto me encuentro en un momento de relativa paz y miro a mí alrededor. Andrés está repartiendo y recibiendo golpes, agarrado de gancho con un muchacho a quien nunca habíamos visto. Hacen un buen equipo de combate. Como si fuera una ola, la muchedumbre se dirige a mí. Me preparo y comienzo a repartir golpes de nuevo. Alguien a mi lado se cae, pero consigue pararse y comienza a repartir golpes de nuevo. Le chorrea sangre de la nariz, y expele un fuerte olor a marihuana. No puedo evitar sonreír, y mientras recibo varios golpes en mis brazos recuerdo una frase que oí alguna vez “Concierto de rock sin Maria Juana no es concierto”.


Se termina la canción. Los de Gato Negro ríen a carcajadas. Los del pogo estamos sudorosos, golpeados y algunos, como Andrés, sangran. “Bueno, bueno… – Dice el vocalista sonriendo – Esto está como bacano, ¿no?” Un rugido ensordecedor surge de nuestras gargantas. “Otra pues… ¡De los Guns ‘N Roses! Welcome-To-The… – JUNGLE! – Contestamos todos gritando. Y comienza de nuevo.


Segunda ola de caos

Con los primeros riffs el pogo se mueve en espiral, como una ronda oscura. Conforme la canción va acelerándose, también lo hace la ronda, con ocasionales cargazos y uno que otro caído por efectos del licor, la marihuana, o ambas. Todos nos burlamos pero los ayudamos a parar. La canción llega a su máxima velocidad, más o menos 30 segundos después de comenzar, y algunos valientes se lanzan al centro, con los puños por delante. Todos los seguimos y comienza de nuevo el caos.


Veo como el cojín del punk vuela seguido por una botella de agua. Busco al que las lanzó pero en vez de eso encuentro a Sebas, despeinado, golpeado, con un brazo sangrando, pero sonriente. Nos cogemos de gancho y repartimos golpes a diestra y siniestra, al tiempo que recibimos otros tantos. Cuando termina la canción, Andrés aparece de la nada. Le sangra la boca, pero también sonríe. Yo tengo el brazo derecho adolorido del hombro a la muñeca.


Cuando la banda anuncia la que será la última canción dura, Whiplash de Metallica, los tres nos ponemos espalda contra espalda, formado un triángulo. Ya nos han dado muchos golpes, es hora de devolver el favor. Comienza la canción con una guitarra vertiginosa, y empieza la danza. Nuestra formación no funciona, obviamente, pues tres no podemos contra todo el mundo, pero logramos resistir, más o menos diez segundos; y volvemos a separarnos en medio de los golpes.


Luego de la tormenta...
Luego de que se acaba el caos, Gato Negro anuncia su última canción. Algo mas suave para calmarnos un poco, Knockin’ On Heaven’s Door, de Bob Dylan. Los que estamos más cerca de la tarima nos abrazamos como si fuéramos una gran familia, y comenzamos a volear la cabeza de arriba a abajo y a cantar la canción. Estoy abrazado con dos tipos a los que nunca he visto, y si los vuelvo a ver seguramente nos los reconoceré, pero no importa. No veo a Andrés ni a Sebas, pero no importa. Me duele el brazo derecho, el cuello, los tobillos y los hombros, pero tampoco importa. Solo hay que volear la cabeza.

La canción se termina. Los que están abrazados a mi me sueltan, y yo a ellos. Nos miramos. Nos damos las manos. “Suerte parce,” me dicen. “Suerte”. Y se alejan. Andrés y Sebas aparecen atrás de mí. “¿Y esos manes quienes eran?” – “Ni idea.” Ambos se ríen, y los tres intentamos peinarnos, sin éxito, pues luego del pogo nuestro cabello está totalmente enredado, sudoroso, sucio y huele a… Bueno, una extraña mezcla entre sudor propio, sudor ajeno, marihuana y un poquito de lluvia.


Nos revisamos mutuamente las heridas. Heridas de batalla, dice Andrés riéndose. En cierta medida tiene razón. La boca de Andrés ya no sangra. Tal como imaginé, el codazo del punk lo reventó. El corte que tiene Sebas en el interior del brazo derecho también paró de sangrar. Se lo hizo una muchacha con una uña. Andrés y yo no le creemos. “¡¿QUE?!” – “Sisas, una vieja ahí con unas putas uñas mas largas… Parecía una maldita bruja, jaja”. Yo por mi parte no sangré. Mis contendores no fueron tan brutales. Aunque tengo como siete morados solo en el brazo derecho, y me duelen los hombros.


Sebas coge un taxi para ir a su casa, en el municipio de La Estrella. Andrés me va a dar posada, en el barrio San Pío, así que comenzamos a caminar de regreso a su casa, conversando. Son las 11:45 de la noche, y aunque hace frío, estamos sudando y nos sale vapor del cuerpo. Andrés me cuenta que luego de que dijimos “mierda” me perdió de vista y solo se enfocó en mantenerse de pie, al igual que yo. Después se encontró con Sebas. Del tipo con el que estaba cogido de gancho, no sabe quien es. Ya casi llegamos a la casa. Antes de entrar, Andrés me mira, se ríe y me dice: “Oíste güevón, y a fin de cuentas no vimos al guitarro”.

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